miércoles, 24 de octubre de 2012

El frasco



La luna alumbraba el recorrido del coche, mientras éste atravesaba el campo y aplastaba los arbustos a su paso. Buscaban el lugar concreto para llevar a cabo aquello que ninguno de los dos pensó conscientemente, y se dejaron arrastrar hacia aquello que, esperaban, les salvaría de la deriva de sus vidas, la de cada uno, pero sobre todo de la que tenían en común.
Él conducía nervioso, atento al camino que le marcaba la luna y el tenue resplandor que los faros del coche proyectaban sobre la senda de tierra. Ella le indicaba lugares propicios, él los desdeñaba; Ella le apremiaba, él, nervioso, la contradecía; Él le culpaba de su situación y ella asentía, aséptica, insensible a aquello que ya no sientes, pero que anhelas hacerlo de nuevo. Y todos esos sinsentidos seguían sin respuesta ante las dudas que les habían llevado donde ahora se encontraban, en un grito desesperado por reconducir lo que ninguno confiaba que se pudiese enderezar. A pesar de eso, su pequeña fe en lo que se suponía que debía acontecer resplandecía tan tenue como la luna que los guiaba.
Las formas fantasmagóricas de los arboles se erguían amenazantes ante ellos, las manos raquíticas de los arbustos arañaban la chapa del coche a su paso, acariciando el miedo y debilitando la seguridad en su empeño. Pero ya no había vuelta atrás, no desde ese momento; quizá un tiempo atrás la situación podría haberse replanteado, haber malgastado el esfuerzo en otra idea desesperada, pero ya era demasiado tarde. Se habían aferrado a ese plan como un naufrago lo hace al último trozo de madera que flota en el océano de la desesperanza.
Se adentraban cada vez más en las entrañas del bosque, y el camino comenzaba a hacerse intransitable, como presagio del fin de la carretera que conduce a algún lugar, donde se presupone que están las respuestas a los ruegos del que suplica. Abandonaron el vehículo y con una pala ella, una azada y una mochila él, caminaron a través de los arbustos famélicos, siendo observados por mil ojos ocultos y expectantes a lo que sucedería en ese lugar recóndito de un bosque cualquiera, en un lugar del mundo cualquiera, como si de una metáfora trágica se tratase. Eligieron un lugar en la base del árbol más imponente que encontraron, se miraron y la luna alumbró algo en los ojos de ella, que los de él capto y lo instó a cavar con una fe ya apagada hace mucho tiempo.
En poco tiempo cavó un hoyo de medio metro de profundidad, y la misma medida de ancho, mientras ella acumulaba la arena en un lateral, con la misma esperanza que los ojos de él concretaron momentos antes. Estaban nerviosos, entusiasmados, anhelantes. Soltó la azada con respiraciones cortas y atenuadas por el ruido de la bolsa de plástico que ella sacaba de la mochila, y de la que extrajo un frasco. No era ni grande ni pequeño, ni de un diseño más esmerado que otros: su particularidad residía en que contenía sus miedos, frustraciones, culpabilidades, iras y anhelos incapaces de perderse en el olvido de la memoria.
Ambos lo sostuvieron mirándose fijamente a los ojos, con la luna y el tenebroso bosque de testigos. Testigos de algo que llevan presenciando años y siglos en las bases de sus raíces, a metros bajo tierra y también en el musgo que alienta la superficie que los sostiene. Sin dejar de mirarse, depositaron el frasco en el fondo del hoyo, en un acto profano que dotó al momento de un efecto tan sagrado que convirtió el contenido del frasco en una verdad absoluta. Una vez lo acostaron en lo más profundo del agujero, donde ni la débil luz de la luna alcanzaba a alumbrar, lo cubrieron con la arena que le iba a servir de manto para su sepulcro. Cuando concluyeron, se dieron la mano y cerraron los ojos visualizando lo que iba a ser su nueva vida: sus nuevos sentimientos rodeados de todos los anhelos ansiados una vez extirpados los miedos y frustraciones de la convivencia común de su existencia, el renacer de sus deseos, un día tapiados por la culpabilidad, como antesala de una ira no brotada y enquistada. El corazón les latía tan rápido que sus manos se apretaron fuertemente; Él estaba deseoso de abrirlos y ver la cara de su nueva vida como si de un alumbramiento se tratara, pero ella tenía miedo.
Cuando sus ojos se abrieron y se encontraron, algo había cambiado. Ella entonces supo cual fue su temor. Se dio cuenta que habían enterrado todos sus sentimientos: los buenos y los malos. Enterraron la tristeza y ella arrastró consigo a su hermana la alegría; Ese afán por liberarse de lo malo de sus almas y de sus vidas, derivó en la anulación del Amor que daba sentido a todas esas frustraciones, deseos, miedos, culpas, iras y anhelos que colman la vida, ahora enterrados junto a sus opuestos. Miraron de frente al bosque que ya no era ni tan oscuro ni tan frondoso, y ante sí vieron su nueva vida.

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